El Correo de Burgos

SOLIDARIDAD

«Te dicen adiós y vuelven llenos de grasa, golpeados y con el teléfono roto»

Bruno Álvarez (No Name Kitchen) y el fotoperiodista Diego Herrera denuncian las «vejaciones» que sufren las personas refugiadas en los Balcanes / Su misión: documentar una realidad «insostenible»

Bruno Álvarez, voluntario de la ONG No Name Kitchen, visitó ayer Burgos para relatar en El Granero su experiencia en los Balcanes.-RAÚL G. OCHOA

Bruno Álvarez, voluntario de la ONG No Name Kitchen, visitó ayer Burgos para relatar en El Granero su experiencia en los Balcanes.-RAÚL G. OCHOA

Burgos

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Convivir con la más absoluta miseria duele. Sobre todo cuando la injusticia campa a sus anchas mientras los gobiernos y gran parte de la sociedad occidental miran hacia otro lado. Todo el mundo es consciente de las penurias y atrocidades que sufren diariamente las personas refugiadas, pero solo quienes pisan el terreno y se dejan la piel por mejorar sus condiciones de vida pueden documentar una realidad mucho más cruda de lo que parece. Por eso, precisamente, «la gente que va una vez vuelve». El shock del primer viaje queda para siempre en la retina de los activistas que dan voz a los silenciados. Dan fe de ello el fotoperiodista burgalés, Diego Herrera, y el voluntario de la ONG No Name Kitchen (NNK), Bruno Álvarez. Sus experiencias, dignas de ser contadas, encontraron ayer el eco que merecen en El Granero gracias a la conferencia, a cargo de Álvarez, sobre la situación de extrema necesidad que persiste en los Balcanes.«O muero, o llego, pero no me doy la vuelta». Esa es la filosofía de todas aquellas personas que abandonan sus países de origen huyendo del hambre y de la guerra. El sueño de una «tierra prometida» se trunca por el camino y para entonces muchas familias han invertido todos sus ahorros en salvar, por lo menos, a uno de los suyos. Nadie les cuenta que «Europa es una fortaleza» y que los países miembros destinan ingentes cantidades de dinero para «deportar a la gente como si fueran animales», proteger fronteras y establecer mecanismos de control que consiguen el efecto contrario. Visto lo visto, Álvarez considera que estas cuantiosas inversiones «no sirven para nada».Nadie mira hacia atrás y de poco sirven las devoluciones «en caliente» a países como Serbia o Bosnia. Los voluntarios de NNK se han acostumbrado a la impotencia de quien no ceja en su empeño. «Los chavales te dicen adiós y vuelven a los seis días llenos de grasa, golpeados y con el teléfono roto». Además, a muchos les suelen «robar el dinero» y desconocen si lograrán recuperar las pertenencias que dejan en los squats (edificios ocupados). Al final, todo es «cuestión de tiempo» y muchos de esos refugiados son jóvenes «con mucha energía y ninguna esperanza» que ansían participar en el denominado Game (juego en inglés).Escenario «salvaje»El nacimiento de No Name Kitchen se gestó, como quien dice, sobre la marcha. Álvarez y un grupo de cooperantes trabajaban en Atenas cuando les «llegaron imágenes de lo que pasaba en Belgrado». Acompañados por voluntarios de la ONG Holes in the borders, se desplazaron, en enero de 2017, hasta Belgrado en furgoneta con poco más de 1.000 euros y unas 160 chaquetas para que los refugiados que malvivían en las barracas de la antigua estación de ferrocarril pudiesen sobrellevar el duro invierno. Una vez allí, se encontraron con un millar de personas, casi la mitad menores de edad, en un escenario «salvaje».Trasladarse a los «infernales» campos de refugiados no era una opción viable pese a que el enclave carecía de servicios básicos como cuartos de baño. Para soportar las bajas temperaturas de hasta 15 grados bajo cero, los residentes se veían obligados a «quemar las vigas del tren con todo tipo de tóxicos». Lo único reconfortante en ese espacio era que Hot Food Idomeni tenía permiso para ofrecer un servicio de catering gratuito de «600 o 700 raciones».A partir de ahí «surgió todo». La población refugiada requería una «ración extra de comida» y los cooperantes fundaron NNK con el objetivo de garantizar la habitabilidad de las barracas, conseguir alimentos y brindar recursos de cocina. No fue tarea fácil, máxime en un escenario de pobreza extrema con «peleas» diarias entre personas de distintos países. Aún así, la ONG consiguió habilitar un espacio «muy interesante» que acabaría reduciéndose a escombros, en mayo de 2017, por orden del Gobierno serbio.El desalojo se produjo antes de lo acordado. Las autoridades avisaron «un día antes» pese a que el plazo previsto era de un mes. Fue en ese momento, mientras «rociaban todo con desinfectantes», cuando Álvarez y sus compañeros dieron por hecho que «el proyecto se había acabado». Parecía el fin y más de uno «quería irse», pero de repente tuvieron constancia de que muchos de estos refugiados se habían asentado en Šid, pueblo serbio próximo a la frontera con Croacia. Sin tiempo que perder, la ONG se instaló en la localidad el 28 de mayo de 2017 y allí permanecen los voluntarios que se «van rotando» periódicamente.En la actualidad, NKK desarrolla proyectos de cooperación en Serbia, Bosnia y Grecia. También existe un frente paralelo en Ceuta y Melilla, en vías de consolidación, que pretende servir como punto de «información y denuncia» de lo que ocurre con las personas que tratan de entrar en suelo español. De hecho, una de las principales motivaciones de la ONG es «documentar» todas las «vejaciones» que sufren los refugiados para que la Unión Europea «cumpla las leyes» y vele por los Derechos Humanos. El problema, apunta Álvarez, es que han tratado de desprestigiar su trabajo acusándoles de mentirosos y llegando incluso a insinuar que «los chavales se pegan entre ellos» para negar las golpizas policiales. No en vano, las pruebas están sobre la mesa y se fortalecen con testimonios nada sospechosos de cooperación. Por ejemplo, el escrito de la Policía croata al Defensor del Pueblo de su país «diciendo bien claro que no pueden seguir haciendo estas cosas y que están siendo obligados por sus superiores a cometer este tipo de actos».La vida en imágenesLa realidad golpeó de pleno a Diego Herrera cuando aterrizó en Lesbos. En un campo de refugiados con capacidad para 3.000 personas y una población aproximada de 9.000, la «conflictividad» reinaba en esa «insostenible» olla a presión «con poca comida y sin ropa para todos». Allí contactó con Bruno Álvarez, pues su deseo en esta primera incursión era retratar con su cámara de fotos el cruel panorama en la ciudad portuaria de Patras.Tenía que volver y lo hizo. En su segundo viaje, se fue «directo» hasta Tesalónica porque corría el rumor de que «se iban a abrir las fronteras». Nada de nada, tan solo centenares de personas desesperadas entre cargas policiales y todas las vías de comunicación cerradas. A continuación, regresó a la capital griega para visitar los squats de una ciudad «desoladora» con «gente durmiendo en la calle», nativos inclusive, y «mucha droga».Su periplo está repleto de anécdotas e instantáneas que muestran una situación injusta que no debe caer en el olvido. «No voy a cambiar el mundo, pero con cambiar la mentalidad de tres o cuatro personas me vale». Y eso es lo que intenta lograr ahora mismo con la exposición fotográfica Refugiados: Un camino, ¿un futuro?, que permanecerá abierta al público hasta el 30 de enero en el Foro Solidario Caja de Burgos.

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