HISTORIA EN PRIMERA PERSONA
El combatiente de la guerra que no pegó «ni un solo tiro»
«Las monjas me han librado de estar muerto», asegura Antonio Antoniano Zorrilla. Oriundo de Salinas de Rosío y vecino de Medina de Pomar, cumplirá 102 años en octubre. La suerte y su don de gentes le alejaron de la primera línea de batalla en la Guerra Civil. Su relación más íntima con las armas tuvo lugar durante sus 15 días de entrenamiento.
Para romper el hielo, dice tener 80 años. En realidad cumplirá 102 el próximo 12 de octubre, pero a Antonio Antoniano Zorrilla le encanta bromear sobre su edad. Tan bien llevada que muchos pagarían por alcanzar el centenario con tanta vitalidad y, sobre todo, con la memoria intacta. De hecho, cuando se le comenta lo estupendo que está, responde despreocupado: «no lo sabes tú bien». Y es entonces cuando se dispone a relatar su vida, una «historia muy grande» digna de ser contada. Entre otras cosas, porque combatió en la Guerra Civil española «sin pegar un solo tiro». Apenas lanzó «cuatro bombas y cuatro disparos». Pero no contra el enemigo, sino durante los 15 días que duró su entrenamiento. Después, la buena fortuna que siempre le ha acompañado y su don de gentes le permitieron salir airoso del conflicto. Aún así, siguió de cerca la Batalla de Teruel y se jugó el tipo haciendo de «enlace» entre mandos trasladando partes de guerra. «No habrá otro que tenga la suerte que tuve yo», reconoce en varias ocasiones, con una sonrisa de oreja a oreja, a lo largo de la conversación en el salón de su casa, en Medina de Pomar.
Se enroló en el ejército ya sublevado siendo menor de edad y al poco tiempo fue movilizado para «hacer trincheras». Integrado en la 61 División, recorrió buena parte del norte peninsular hasta que dio con sus huesos en el asturiano puerto de Tarna. Llegó con «un dolor de muelas muy grande» que acabó derivando en fiebre. Tal era su estado que sus superiores decidieron mandarle al hospital. O mejor dicho, dejar que se fuese. «Baje a la carretera, y a la primera ambulancia que vea, la para», le recomendaron. Y así lo hizo, con tan buena suerte que el conductor era de Castresana y Antonio de Salinas de Rosío. De Las Merindades ambos, lo cual une mucho, se desplazaron hasta la localidad leonesa de Cistierna. Tras la pertinente cura, se trasladó a León capital y allí permaneció ocho días en reposo.
Antonio vestido de uniforme.
«Las monjas me han librado de estar muerto», asegura Antonio con toda la razón del mundo. Lo comprobó en septiembre del 37 cuando le tocaba reincorporarse. «Estaba bien ya», pero una religiosa con la que tenía «mucha amistad» le prometió hablar con el médico para que le diesen 25 días de baja, el máximo permitido por aquel entonces. Se libró del frente momentáneamente y se convirtió en «el primero que volvía de la guerra a casa». De nuevo en la batalla, una vez vencida Asturias, se fue a «descansar» junto a sus compañeros a Puente la Reina (Navarra), donde hizo muy buenas migas con el asistente del capitán, que casualmente «era de Burgos». Otra vez, los astros se alineaban a su favor. No solo porque éste le ofreció alojamiento y el mejor trato posible, sino también porque gracias a su intermediación se alejaría de la primera línea de batalla poco tiempo después.
Gracias a un grano «bastante grande» en el cogote cuando «se pone la cosa mala por Teruel», obtuvo «25 días por convalecencia para ir al pueblo».
El caso es que a Antonio le sale un grano «bastante grande» en el cogote justo cuando «se pone la cosa mala por Teruel». Temporalmente afincada la 61 División en Padilla del Ducado (Guadalajara), el asistente del capitán se encargaba de traerle leche y acudir al botiquín cuando era necesario. Solía decirle que «eso no era nada», pero al final se libró de acudir a la urbe aragonesa cuando el conflicto se recrudecía por momentos. En vez de eso, se desplazó hasta Sigüenza para que le sacaran «todo lo que tenía». A continuación, fue evacuado a Vitoria. Y se hizo amigo de una monja que le consiguió «otros 25 días por convalecencia para ir al pueblo» por Navidad.
En febrero le tocó volver, concretamente al regimiento América en Pamplona. Pero no estuvo allí casi nada porque le mandaron «a cubrir bajas a Teruel». Dentro de lo que cabe, «ya había pasado lo peor», aunque le impresionó observar el arsenal de armas -muchas de ellas alemanas- que atesoraba su División. Al final, en lugar de jugarse la vida en el campo de batalla, el capitán le encomendó la función de «enlace» para llevar los partes de guerra de un puesto de mando a otro. ¿Por qué él? Antonio sospecha que «porque me cogió cariño». Sea como fuere, se metió en el papel y demostró ser «responsable» con su cometido. Tenía que «ir bien vestido y con mucho cuidado» para no levantar sospechas. Lo consiguió porque nunca jamás le cogieron. Y así siguió hasta el fin de la contienda, sin «usar la ametralladora para nada».
«Muchachos, hay que pasar. El que no se quiera mojar, que se desnude y eche la ropa a los muros», dijo el capitán. Y todos aceptaron el consejo.
Los últimos compases de la Guerra Civil los vivió Antonio en Padilla del Ducado. Venía de Andorra, de cubrir los puestos porque «estaban todas las cabinas vacías». Tan solo Madrid resistía los embistes del ejército franquista y la 61 División se encontraba en Guadalajara a la espera de sumarse a la batalla final. Sin embargo, no fue necesario porque «nos levantamos por la mañana y veíamos que venía toda la gente porque se habían entregado». Quizá fue entonces cuando Antonio tuvo una revelación que, con el tiempo, se convirtió en su filosofía de vida: «el porvenir hay que buscarlo».
«Todos en pelotas»
A la hora de repasar anécdotas, Antonio recuerda con especial cariño una que tuvo lugar en Doñana. Serían las 8 de la mañana y «habían tirado los puentes». No quedaba más remedio que cruzar el río a pie, en pleno invierno y con un frío que calaba hasta los huesos. «Muchachos, hay que pasar. El que no se quiera mojar, que se desnude y eche la ropa a los muros». Dicho y hecho, todos aceptaron el consejo de su superior. «Allí estábamos, todos en pelotas cruzando el río y después vistiéndonos», recuerda el combatiente que no sabe «lo que es coger un fusil» y que volvió a casa sano y salvo con «dos cruces de guerra».
Tras su paso por el ejército -tres en la Guerra Civil y otros cuatro a mayores-, Antonio ha disfrutado de la vida sin privarse de nada. Le ha ido bien en lo económico y celebra su asentamiento en Medina, allá por el 83, recién jubilado. Para ello, tuvo que convencer a su mujer. Y allí, con el tiempo, se convertiría en una persona «muy querida» a la que casi todo el mundo conoce.
Labrador de profesión tras su experiencia militar, ha sido un «loco trabajando». Y lo sigue siendo, porque aunque 101 años no dan para muchos trotes, todavía coge la azada de vez en cuando para que su pequeño huerto siga dando sus frutos. Lo ciuda con mimo, presume al enseñarlo y no duda en posar allí, orgulloso, para ilustrar este reportaje.
«A ver quién es el chulo que tiene todo esto».
Cuando hace cinco años falleció su mujer, el exalcalde de Medina, José Antonio López Marañón, escribió una misiva a Antonio Antoniano Zorrilla para darle el pésame. Previamente, el Ayuntamiento reconoció la «ejemplar trayectoria familiar» del matrimonio en el municipio. Y si además sumamos un subcampeonato de bolos con 82 años... «a ver quién es el chulo que tiene todo esto».