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RITOS, MITOS Y LEYENDAS DE BURGOS

Ritos funerarios. La muerte no es el final

Desde los albores de la humanidad, los primeros pobladores de Burgos dieron una gran importancia a la despedida de sus seres queridos hacia el más allá. Un viaje lleno de significados del que nos han legado testimonios en piedra.

La necrópolis de Cuyacabras, junto a Quintanar de la Sierra y Revenga.

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Las culturas más antiguas, las que se organizaban en clanes y hogueras y apenas eran poco más que un cúmulo de costumbres transmitidas por vía oral eran ya conscientes de la vida y de la muerte. Del paso de un estado vital a otro desconocido y del abandono del cuerpo. El avance de los siglos reforzó el vínculo entre los miembros de las comunidades primitivas incluso en su paso a la otra vida. Sus cuerpos al morir ya no eran abandonados a su suerte, sino objeto de rituales elaborados que honraban su vida y preparaban su paso al más allá.En Burgos se conservan algunas de las evidencias más antiguas de los primeros ritos funerarios y su evolución en el tiempo. En primer lugar hay que viajar 400.000 años atrás en la Sierra de Atapuerca y adentrarse en la Sima de los Huesos, uno de los primeros lugares de enterramiento colectivo y ritual de la historia. Está claro por la acumulación de huesos de diferentes individuos de edades dispares hallados que la sima fue una cavidad elegida por los homo hedelbergensis para sepultar a sus muertos. Pero el descubrimiento en su interior de una única herramienta de piedra avaló la teoría del enterramiento ritual.Un gran hacha de piedra rojiza, más roja aún si se moja con agua, una Excalibur que fue arrojada a la sima junto a 30 esqueletos humanos. Una piedra elegida a propósito, transportada y labrada con una finalidad: acompañar el paso de los muertos al más allá. El primer rito funerario. Atapuerca ha sido a lo largo de los siglos un lugar de vida y muerte, en el que se practicaron el canibalismo y el enterramiento. Donde las entrañas de la tierra acogieron los cuerpos de los miembros del clan que habían dejado de existir. Quien sabe si un chamán los despedía tras el humo de una hoguera perfumada con alguna resina, si había lágrimas en sus familiares o si una comitiva acompañaba al difunto.Quien sabe si sólo los poderosos eran entregados a la tierra y la inmortalidad y sus súbditos morían de forma anónima. Quien sabe si sólo eran enterrados de noche, a la luz de la antorchas, quien sabe si sus cuerpos caían en la sima justo cuando el sol despuntaba sobre la cresta más alta de la sierra.Siglos después, la historia sí confirma esa desigualdad entre unos muertos y otros. Y también Burgos guarda testimonio de ello. Bien es cierto que en la edad antigua son los muertos los que cuentan la historia. En la edad de los metales, la cultura castreña se extendía por la península y Burgos fue un emplazamiento idóneo para la vida, la rapiña y la guerra. Apenas quedan restos de los numerosos castros que poblaron estas tierras en esas épocas de leyendas y ritos ancestrales pero sí queda memoria de sus muertos en los túmulos, urnas funerarias y dólmenes que daban forma a sus creencias. La necrópolis de La Polera, en Ubierna, datada entre la Primera y la Segunda Edad del Hierro (siglos V-IV a.C.), explica a los historiadores el paso de la vida a la muerte de aquellos pobladores. Se sabe mucho de sus costumbres sobre los enterramientos, esta vez sí de los más poderosos, señores y guerreros, y por eso podemos imaginar la comitiva funeraria portando el cadáver, la preparación de una pira funeraria y la gran hoguera en la que el difunto se va al otro mundo.Sus restos no se abandonan sino que se entierran en urnas funerarias ornamentadas y se acompañan del ajuar que el muerto ha de necesitar en el más allá o del que no puede desprenderse por su dignidad en la tribu. Finalmente sus restos descansan en un túmulo bajo las piedras que guardan su reposo y señalan su señorío. Rituales que se van sofisticando con los siglos, pero que tienen en común la trascendencia de la otra vida y un paganismo que se mantendrá incluso hasta la alta edad media.Lo vemos en la necrópolis alto medieval de Cuyacabras, junto a Quintanar de la Sierra y Revenga. Según algunos estudiosos, sus tumbas antropomorfas rupestres, excavadas en la piedra arenisca, fueron obra primera de la tribu celtibérica de los Pelendones y posteriormente aprovechadas por los pobladores protocristianos. Apenas hay símbolos religiosos en estas 166 tumbas y 16 nichos pero todas rinden tributo al sol y se alinean con el amanecer y el atardecer. Este a oeste, siguiendo el galope del sol por el cielo.El sol, la gran deidad de los celtas y el bosque, hogar de todo tipo de seres mitológicos de aquellos pueblos tribales que fueron barridos por los siglos y en cambio dejaros los bosques llenos de duendes, trasgos y diaños. Una versión más cristianocéntrica explica la disposición de las tumbas mirando hacia el este por la segunda venida de Jesucristo para el Juicio Final, esperando la sentencia eterna en cada amanecer. Queda claro que son enterramientos rituales, hay quien afirma que reservados a los niños, pero claramente formando parte de una iglesia rupestre, una comunión de piedra y bosque milenario.Los hombres mueren y sus clanes los entregan a la tierra y los sepultan bajo la piedra. Nada ha cambiado aunque pasen milenios. Los ritos se perfeccionan y las preguntas sigue en el aire. ¿Qué hay más allá? ¿Qué espera tras la muerte?