RITOS, MITOS Y LEYENDAS DE BURGOS
Amor en el Pozo Azul. El dulzainero y la bella dama de la Corte (I)
Una joven dama de la corte de Isabel II robó el corazón y la sesera de un pastorcillo que tocaba la dulzaina con mucho arte en la ribera del famoso pozo de Covanera / Su leyenda es de amor pero termina en tragedia
El mundo de las leyendas es pródigo en cuentos de brujas y de demonios que salen a beber a los pozos y las lagunas. De aguas curativas que surgen de lo más profundo de la tierra o de pérfidos personajes que son tragados para librar al mundo de su maldad. El agua da y quita la vida, lo hemos visto ya muchas veces.
Pero también junto al rumor de las aguas surge el amor. Son mágicas, tintinean en los oídos susurrando una melodía que calma el espíritu, ensancha el corazón y reconforta el ánimo. Al amparo del alma se entregan corazones, se hacen promesas eternas, se graban iniciales en la corteza de árboles que serán testigos centenarios del inicio de una historia de amor. Pero el amor es un geniecillo locuelo que puede hacer perder la cordura a las álmas más cándidas. Y con ella la vida.
Qué poco se imaginaba la lujuriosa Reina Isabel II, famosa por sus múltiples amoríos en número y formas jamás descritas en otra monarca, cuando se detuvo en Covanera en uno de sus viajes a Santander a mediados del siglo XIX, que una trágica historia de amor surgiría de su visita al misterioso pozo azul entre una de sus jóvenes acompañantes y un jovial dulzainero del lugar.
Fue el músico, en su sencillez, el que cayó arrobado a los pies de la dama de la corte la primera vez que escuchó su voz, que puso la vista en su hermoso rostro. Ese feliz encuentro se produjo aquel verano que la Reina Isabel II viajaba con sus acompañantes a darse baños de mar a Santander. La reina era de ánimo alegre y vivaraz y muy cordial con sus íntimos con los que prescindía de mucha etiqueta y con los que se paró a merendar en los alrededores del puente de Covanera, a la fresca de la ribera del río Rudrón.
La reina fue complaciente con el deseo de una de sus damas que insistía en conocer el famoso pozo azul del que uno de sus tíos le había hablado maravillas.
Y allí que se fueron la joven y algún sirviente, en agradable paseo veraniego por aquel caminillo en el que se escuchaba a lo lejos las notas de una dulzaina que pensando en sus cosas tocaba un pastorcillo que cuidaba unas pocas cabras. El mundo se le cayó encima, abriéndole los ojos de sorpresa y el corazón de asombro ante la bellísima muchacha que se le aproximaba como salida entre el azul de los cielos y el del pozo que tenía a sus pies. La damita lucía un coqueto vestido azul a la moda de aquellos años y se protegía del sol con una sombrilla.
Seguramente el pastor no había visto nunca semejante atavío que tomó por lujoso y representativo de la más alta dignidad, así que se postró de rodillas ante la desconocida como si fuera la mismísima reina. Que no soy la reina, que soy una dama de su corte, le debió responder, divertida, al pastorcillo al verle por los suelos con cara de estar escuchando a las musas del Olimpo o a los ángeles del cielo. José, que así se llamaba el mozo, se creyó en presencia de la Virgen María y devocionó su amor por la joven al instante.
Ésta le pidió que le amenizase el paseo con su música y se sentó un rato a contemplar el trasiego del agua desde el pozo hacia el Rudrón. Mientras el joven pastor encontraba las notas para ir formando cancioncillas que agradasen a la joven que parecía encontrarse en otro lugar, abstraida por la belleza de este paraje natural y la cadencia de la música.
Pero llegó el momento de regresar para no hacer esperar a la reina que tenía que seguir su viaje a Santander. Agradeció al pastor su galantería al proporcionarle aquel gradable concierto y, pidiendo a su escolta que le entregaran algún dinero como recompensa, se volvió por donde había venido, majestuosa como una nube solitaria en el cielo azul reflejada en las profundas aguas del pozo mágico.
‘Adiós señora’, acertó a replicar el pastorcillo, listo como era pero atolondrado por los perfumes de la bella aparición con la que había pasado media tarde.
El cortejo real se fue, camino de Santander, sin darse cuenta que en el equipaje se llevaban algo que no les pertenecía, aunque José lo hubiera entregado con gana a la bella dama: su corazón. Día tras día, el pastor caminaba con sus cabras, a solas y hasta en sueños al lugar en el que se le había aparecido aquella dulce dama, recordando cada detalle, idealizando su figura, alimentándose del eco de su palabra, besando la huella de sus pies sobre la ribera del pozo.
La magia de las aguas azules se introducía en su ser, excitaba sus amoríos y desvanecía su razón de tanto pensar para que el corazón sintiera. Era un Sancho Panza y se volvió Quijote. Y siguió esperando, hasta que pudo volver a ver a la joven. Qué poco imaginaba que su perdición viajaba con ella. Continuará...
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