Burgos dice adiós al Mercado Norte: "¡Nos vemos en el otro!"
La gran familia de clientes y comerciantes se despedían de las instalaciones. La esperanza en un futuro mejor ganaba a la nostalgia en la mayor parte de los puestos, abarrotados de fieles que se aprovisionaban hasta la apertura de las dependencias temporales, el jueves. La emoción reinaba: «Esta ha sido mi casa»
Cual oasis en un desierto de persianas cerradas, los puestos que aún bullían ayer en el sótano el ya extinto Mercado Norte compartían emoción. «¡Nos vemos en el otro!», sonaba, magnificado el tono por el silencio de los mostradores vacíos con antelación. Y esa frase inocente, pronunciada por una clienta fiel, como casi todos los que ayer se asomaban a cerrar el ciclo, se convertía en el lema de una jornada agridulce.
Un día soñado
El día que tanto habían soñado, que tanto se había hecho de rogar, llegó. Despedida y cierre de un largo episodio comercial, profesional y, en muchísimos casos, familiar. De su abuela Guadalupe se acordaba, con los ojos húmedos, Noelia García. Ella levantó el negocio que hoy regenta su nieta y por el que aún asoma Antonio, el abuelo, que coloca con mimo la fecha señalada en el calendario del puesto. Comenzarán a caer las hojas del próximo en un espacio a estrenar a apenas cincuenta metros. Y todo será diferente, confía.
"Esto ya no da para más"
«Esto ya no da para más, es insostenible seguir. Hay nostalgia, claro, porque por aquí hemos pasado tres generaciones, pero sobre todo hay ganas de estar en el nuevo sitio, todos juntos y a pie de calle», explica García, sonriente. «A mi abuela la hubiera encantado el cambio», añade.
Tenderos de confianza
Idéntica combinación de emociones emana de cada rincón. A uno y a otro lado del género. Martina Gómez y Emilio Miguel caminan despacio, al ritmo de la edad. Aferrados al carro, repasan con la mirada los rincones que les acompañan desde siempre. «Esta ha sido mi casa también», comenta ella con dulzura, para recordar que el edificio ni existía cuando el matrimonio recaló en la capital burgalesa allá por el año 1966. «Íbamos entonces a uno que estaba enfrente (el de la plaza Santocildes, derruido en 1967). Arriba tenían frutas y verdura y abajo los corderos. Menudo frío se pasaba allí», cuenta, para subrayar precisamente la calidez de las instalaciones que ayer recorrían por última vez. «He venido a despedirme», confiesa ella, ante la atenta mirada conmovida de su marido. Aseguran, eso sí, que estrenarán en cuanto puedan el mercado provisional. Allí buscarán a sus tenderos de confianza, que les aguardarán, seguro, con los brazos abiertos.
"Esta cercanía no la encuentras en las grandes superficies, y menos en internet"
Lo mismo promete Ana Sainz, sorprendida por lo especial de la fecha. «No sabía que hoy cerraba, me acabo de enterar», asegura impresionada. Aprovecha la ocasión para reivindicar el consumo de proximidad, del que ella hace gala pese a rebajar la media de edad de la clientela mayoritaria. «Así me lo enseñó mi madre, siempre venía con ella y yo hago lo mismo con mi hijo», explica, convencida de que el trato personal y el cariño de los comerciantes de la plaza de toda la vida marcan la diferencia. «Esa cercanía... Al final haces familia, bromeas, te aconsejan. Eso no lo encuentras en las grandes superficies y mucho menos por internet», opina y se aleja por el pasillo desierto, con su madre -fallecida recientemente- en el recuerdo: «Se habría emocionado mucho».
"Nos vamos a un lugar nuevo y mejor"
A la vuelta de la esquina, la actividad es frenética, a la jornada festiva de hoy, seguida de un domingo, se añaden tres días de cierre forzoso para ultimar la mudanza. Y los asiduos hacen acopio de provisiones. «Es tremendo, hoy tenemos gente comprando para cinco días», comenta Daniel Herrero, pescadero y presidente de la Asociación de Comerciantes del Mercado Norte. Depositario también del legado familiar levantado antes incluso de que él llegara al mundo (y ha cumplido los 42), elige celebrar. «Yo me quedo hoy con la alegría de que nos vamos a un lugar nuevo y mejor», afirma rotundo. Reconoce un pellizquito de pena, sí, pero se diluye ante la expectativa de unas instalaciones en condiciones, «con todos los puestos llenos y en la misma planta. Va a estar genial», augura. Y lo dice con conocimiento de causa. «Empecé a vender pescado hace veinte años en el Mercado Sur, a los seis meses fuimos al provisional y fue todo un éxito» que después se trasladó a las dependencias recién estrenadas, hasta hoy. Lo tiene, pues, claro. La etapa que comienza «va a ser un revulsivo, sin ninguna duda». «Ahora mismo la gente viene porque sabe que vendemos producto de calidad, pero el entorno no es bonito, se ha quedado viejo. Esperamos que el nuevo espacio atraiga a muchas más personas», añade, deseoso de cimentar el futuro de una historia familiar que comenzó con su abuelo, que vendía en moto por el pueblo. Su madre tomó el testigo y hoy él lleva a gala un oficio «complejo, por lo especializado» en el que aún le queda camino por andar. «Hemos sufrido un poco, pero estamos muy contentos de que vaya a haber continuidad», apostilla. Cómo para no festejar.
El próximo capítulo
La planta de arriba es un hervidero, carteles de agradecimiento, bombones para endulzar el adiós, abrazos sentidos y, de paso, compras. Diana García aguarda su turno en la quesería. Habitual del mercado, confiesa que tampoco tenía claro que ayer se escribía su punto y aparte y aseguraba sentir cierta tristeza, pero no tanto por el pasado que no volverá, como por el incierto futuro que sucederá al provisional presente. «Me da pena no saber todavía con detalle qué va a haber aquí después y de qué manera se va a hacer», precisa. Ese será el próximo capítulo.
Gestos de cariño
Cada rincón del ya extinto Mercado Norte rebosaba ayer cariño, el de la clientela con sus tenderos de siempre, a los que ha apoyado con su compra durante décadas, y el de los comerciantes con sus fieles. Los carteles de agradecimiento se multiplicaban. Alguno, incluso endulzó la mañana a sus visitas.
Un recuerdo del final
Para dejar constancia en redes sociales o para el recuerdo particular, ayer era el día propicio para recabar testimonios de toda una vida dedicada al Mercado Norte a ambos lados de los mostradores. Cada persona tenía una historia qué contar y en gran medida implicaba a varias generaciones.
«Lo bonito es que hemos hecho desaparecer la barrera del mostrador»
«Ay, Lola, dame un abrazo», exclama Ángel Renes antes de ‘saltar’ al otro lado y fundirse con ternura con su clienta. Una de tantas, una de las últimas. Como otras muchas personas que desfilaron ayer por su tienda, Lola venía solo a despedirse y a desear a su carnicero de confianza todo lo mejor en su nueva vida como jubilado.
Coincide, pues, su adiós profesional con el del inmueble en el que se forjó en un oficio en el que empezó por casualidad, pero sobre todo «por cariño» hacia un padre venerado, cuya imagen -junto al último cuchillo que utilizó- preside el negocio que hasta ayer regentaba junto a su mujer, Ene Bañuelos.
«Me voy, pero no me voy, porque seguiré de corazón con todos los amigos que aquí hemos hecho. Tengo el teléfono del 90% de los clientes. Lo más bonito es que hemos sabido hacer desaparecer esta barrera», relata Ángel -emocionado, aunque no lo reconozca y le cueste mostrarlo ante la cámara- mientras señala el mostrador casi vacío.
Aun sin género que ofrecer el goteo de visitas no cesa y para todas tiene el anfitrión una sonrisa, unas palabras cálidas y un abrazo, claro. «Hoy llevo muchos, las lágrimas las dejo para luego», comenta divertido. Mientras lo observa, Ene explica que «era el momento de parar». Ella, por poco tiempo, que conste, pues volverá al tajo de otra forma «tras un pequeño descanso». Él, a sus 67, se volcará, seguro, en sus nietos, cuyas fotos enseña al punto, para presumir con razón.
Heredero del ímpetu de aquel que comenzó en el negocio también de rebote, tras llevar a hombros, con apenas 14 años, una ternera de 70 kilos desde la antigua estación de tren hasta la calle San Juan, donde su hermano -tío de Ángel- trabajaba como carnicero. «Mi padre era un ser excepcional en todos los sentidos. Cuando el jefe de su hermano supo lo que había hecho, le propuso trabajar para él. Dicho y hecho, se vino del pueblo y empezó», explica, para reconocer que, al principio, él no se veía siguiendo sus pasos. «Mis primeros cortes eran de 6, 8 puntos... Yo le decía que no servía y me respondía: tranquilo, esos cortes solo son los primeros años. Ahí me ganó. Y hasta hoy», bromea y muestra satisfecho que preserva todos los dedos.
«Creo que lo que he hecho lo he hecho bien», añade, mientras mira de soslayo al grupo de parroquianos que se acumula para achucharle. La mejor prueba. «Me voy a acordar de ellos, pero nos veremos para tomar un vino», remata sonriente.
Coincide, pues, su adiós profesional con el del inmueble en el que se forjó en un oficio en el que empezó por casualidad, pero sobre todo «por cariño» hacia un padre venerado, cuya imagen -junto al último cuchillo que utilizó- preside el negocio que hasta ayer regentaba junto a su mujer, Ene Bañuelos.
«Me voy, pero no me voy, porque seguiré de corazón con todos los amigos que aquí hemos hecho. Tengo el teléfono del 90% de los clientes. Lo más bonito es que hemos sabido hacer desaparecer esta barrera», relata Ángel -emocionado, aunque no lo reconozca y le cueste mostrarlo ante la cámara- mientras señala el mostrador casi vacío.
Aun sin género que ofrecer el goteo de visitas no cesa y para todas tiene el anfitrión una sonrisa, unas palabras cálidas y un abrazo, claro. «Hoy llevo muchos, las lágrimas las dejo para luego», comenta divertido. Mientras lo observa, Ene explica que «era el momento de parar». Ella, por poco tiempo, que conste, pues volverá al tajo de otra forma «tras un pequeño descanso». Él, a sus 67, se volcará, seguro, en sus nietos, cuyas fotos enseña al punto, para presumir con razón.
Heredero del ímpetu de aquel que comenzó en el negocio también de rebote, tras llevar a hombros, con apenas 14 años, una ternera de 70 kilos desde la antigua estación de tren hasta la calle San Juan, donde su hermano -tío de Ángel- trabajaba como carnicero. «Mi padre era un ser excepcional en todos los sentidos. Cuando el jefe de su hermano supo lo que había hecho, le propuso trabajar para él. Dicho y hecho, se vino del pueblo y empezó», explica, para reconocer que, al principio, él no se veía siguiendo sus pasos. «Mis primeros cortes eran de 6, 8 puntos... Yo le decía que no servía y me respondía: tranquilo, esos cortes solo son los primeros años. Ahí me ganó. Y hasta hoy», bromea y muestra satisfecho que preserva todos los dedos.
«Creo que lo que he hecho lo he hecho bien», añade, mientras mira de soslayo al grupo de parroquianos que se acumula para achucharle. La mejor prueba. «Me voy a acordar de ellos, pero nos veremos para tomar un vino», remata sonriente.