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Román, el último pintor romántico

Un libro recogerá la trayectoria del llamado Rembrandt castellano

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Burgos

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A.S.R. / Burgos

No tenía veinte años cuando el encargado de la Cellophane le ofreció un trabajo fijo. No le respondió en ese momento. Tenía que pensarlo. Cuando lo dijo en casa, a su madre casi se le saltan las lágrimas. Por fin iba a entrar un sueldo todos los meses. Dos bohemios en casa era mucho bohemio. Llegó el padre y con él se fueron las esperanzas de Ángela. «Ya eres mayorcito y sabes lo que haces, pero ahí se muere Román, ahí se muere». Ese día Román García tomó una decisión de la que nunca se ha arrepentido. A punto de cumplir los 77 años, el pintor burgalés recuerda la sorpresa de aquel empleado cuando rechazó su oferta. «Eres el último romántico que conozco», le espetó. Aquel joven romántico es hoy un viejo romántico que mantiene el pulso a raya con un tiento y los vinos del mediodía.

A este último romántico la Diputación le va a cantar el ole, ole y ole en formato libro. La muerte del catedrático de Historia del Arte Alberto Ibáñez paralizó este viejo proyecto ahora rejuvenecido. Sus páginas retratarán al que algunos críticos han dado en llamar el Rembrandt castellano.

Era inevitable que aquel niño nacido en agosto del 33 jugara con pinceles. Su casa respiraba pintura. Era la pasión de su padre, Leoncio, y de su tío Fortunato Julián. Incluso en la familia quien no cogió la fina se asió a la brocha gorda. «Eran pintadores, no pintores, pero estaban metidos en el ajo...».

El niño pronto escogió su camino. Desde crío abrazó el credo del arte y no hubo otro oficio en su vida. «No he hecho otra cosa, no he probado en ningún sitio, siempre he estado a ver qué caía», dice con los ojos vivarachos, la nariz un poco colorada, la barba blanca de hombre afable y las manos firmes.

«A lo primero era duro. Hoy en día creo que se vende más obra que antes. Antiguamente... En los años cuarenta casi nadie compraba pinturas, tenías que echar mano de lo que podías, de la publicidad, todos los pintores de mi época hemos pasado por eso, pero no nos hemos metido dependientes o carniceros».

Poco a poco salían cosas, encargos. Sus manos ilustraron muchos de los anuncios de la prensa del momento, zapatillas El Riojano o confecciones Moradillo. También dio vida a los envoltorios de distintos productos que salían de la Cellophane y sus dibujos despidieron a muchos viajeros en la estación de tren y de autobuses. Hasta rotuló matrículas, y furgonetas de las cajas de ahorro.

Estos trabajos llevaban comida a casa y le permitían hacer valer su obra de arte. Tuvo que malvender alguna, pero las menos. «Siempre he procurado que si mis cuadros valían dos me dieran dos».

Su primera exposición llegó en 1958. En la antigua sala del Teatro Principal. Le gustaba aquel espacio, no muy amplio, pero muy diáfano, muy bonito. Recuerda que le fue muy bien. Bilbao fue su próximo destino. Colgó sus pinturas en una galería que, conjetura, debía oler a Falange porque poco negocio hizo. Intentaría volver a la ciudad del Nervión años más tarde y se encontraría las puertas cerradas. No había firma, no había paso. Cuando por medio de un amigo se abrieron fue él quien no quiso ir.

Román encontró su sitio bajo el sol levantino. Castellón, Valencia, Altea, Murcia... acogieron su obra. Allí, a Benicassim, continúa yendo a pasar cuatro meses al año.

«Había un contraste entre su pintura, muy brillante y con mucho sol, y la mía, más sobria. Ahí puede estar el éxito, además de que estaría bien hecha, claro».

¿Cómo es la pintura de Román? Moja los labios con el tinto. Coge la paleta y él mismo elige los colores que definen su trabajo.

«Mi pintura es realista sin llegar a ser hiperrealista. Muchos críticos me consideran el Rembrandt castellano por los golpes de luz que nacen entre lo oscuro, lo tenebroso. Me gustan esos efectos. Y los personajes, que además creo yo, sin modelos ni nada. Los pongo un poco sonrientes y la mayoría con barba porque decora mucho. Antiguamente pintaba a gente del pueblo, con boina, tenían éxito pero no se vendían bien y empecé a hacerlos unos sombreros, con una borla, que parecían holandeses, foráneos, pero siempre con barba blanca, amable, porque con negra parecían bandidos. Los pintaba una carita un poquito de borrachines y te animaban, los tienes en casa y te levantas con una sonrisa. Todos dicen que la mayoría se parecen a mí, son como autorretratos, pero no lo son, aunque claro que se parecen a mí, no van a salir a la madre, que no tienen».

Estos personajes identifican al pintor, que sigue manchándose aunque hace muchos años que desapareció de las salas. Su memoria no ha registrado la fecha exacta, pero llover, ha llovido. La última vez que Román colgó una exposición fue en la extinta galería Tagra, en la calle Vitoria, donde hoy se encuentra la delegación de la ONCE. Su galería de cabecera. Él la inauguró con Pedro Saiz y Luis Ortega en el 73. Luego volvió a ella casi todo los años. Debió cerrar allá por los noventa.

«Me jubilé y no tenía ganas de volver a andar con papeleo. Además ahora en una galería te cobran por exponer y entre esto y la comisión por cada obra vendida, tienes que poner precios muy altos para que te quede algo».

Ahora pinta por encargo. Y sigue vendiendo. No se queja.

Román no sabe de lamentos. Ni la nostalgia, ni las subvenciones, ni el victimismo van con este señor de habla pausada y jocosa. Sabe que los tiempos han cambiado. Y no entiende a muchos de los pintores de hoy. A algunos ni los quiere mirar. «Tú que sabes lo difícil que es hacer un pie y ahora te hacen un borronazo y te dicen que es una obra de arte... Ha habido pintura de vanguardia muy bien hecha, muy bien trabajada, pero a la sombra de eso hay una cantidad de venancios que no valen nada...», se despacha a gusto.

Los políticos tampoco son lo suyo. «Te advierto de que de ellos no he sacado nada en limpio. Te podía decir que me han echado una mano por ahí o por allá, pero no, igual me llevo con un partido que con otro, todos me saludan, pero prefiero estar al margen de todo esto». Mañana se reunirá con el presidente de la Diputación, Vicente Orden Vigara. Sin pretensiones, para conocerse y saludarse.

No se presumen los despachos un hábitat natural para Román. Este viejo pintor de mirada bonachona parece encontrarse más a gusto entre el humo y el ruido de los bares. Con un vaso de vino que coloree la nariz y la vida del último romántico.