PATRIMONIO
Secretos celestiales
El órgano se convierte en protagonista de un recorrido inédito de la Catedral
A.S.R. / Burgos
Tan arrebatador como desconocido, tan poderoso como humilde, tan dulce como rotundo, tan misterioso... como misterioso. El órgano asiste al día a día de las iglesias como parte de su patrimonio artístico. Y lo es pero también mucho más. Es un instrumento que reclama su sitio en el mundo de los vivos. La Asociación Adeco Camino tira de él en la consecución de este propósito con un ciclo de conciertos didácticos que concluyen este domingo en Pampliega (20 horas).
El organista de la iglesia de Santa Águeda, Felipe García, el maestro de capilla de la Catedral, Chencho Fernández, y su organista, Guillermo Díez, se embarcan en una operación a corazón abierto. Este último coge el bisturí e imparte una lección magistral en un recorrido inédito por la Seo, donde se conservan siete, cinco de distintas épocas y en activo y dos en la lista de espera para su restauración.
Este personaje misterioso que viste cada templo con un halo de espiritualidad aparece, por obra y gracia de los griegos, en el siglo III a. C. y su uso litúrgico se instaura en el siglo VII. De la segunda mitad del siglo XVII data el que todavía suena para dar la bienvenida al arzobispo en la capilla de San Enrique. Hay que viajar en el tiempo para ver a dos o cuatro entonadores, así se llamaban, moviendo las cuerdas del fuelle que antaño regulaba la entrada del viento. Un sistema manual que ha pasado a la historia sustituido por un pequeño motor externo. Los años no pasan en balde para estos instrumentos. Aquí los tubos y el teclado originales también se cambiaron. Una especie de lepra se apoderó de aquellos y ensombreció su sonido y el uso continuado desgastó el marfil -ahora prohibido- del que estaba hecho este.
Este órgano ibérico, restaurado por el Taller de Gerhard Grenzing, suena en las ocasiones especiales.
Enigmática resulta la pieza que se encarama en la capilla de Los Condestables. Resultona, elegante, sin estridencias, pasa desapercibida en la deslumbrante arquitectura de esta estancia. Nadie imaginaría que una cerradura camuflada en una de las sillas del coro esconde al camino de entrada hacia las tripas de este instrumento, que sonó, sonó y sonó cuando hace nueve años el culto se trasladó aquí durante las obras en la nave central y la capilla de Santa Tecla.
Una escalera de caracol guía hasta el lugar donde el organista es dueño y señor. Aprieta un interruptor. Las cuerdas del fuelle se mueven solas y un rechinar de maderas parece anunciar el fin del mundo. ¡Cuerpo a tierra! No. El Apocalipsis aún no ha llegado. Es el citado motor eléctrico incluido en todos los órganos. Llama la atención igualmente el monitor de una televisión. Tal es el aislamiento ahí dentro que el intérprete no ve ni oye lo que hacen ni el coro ni el oficiante y esa pantalla es su pequeña espía.
Aquí, cuenta la leyenda, que no se sabe si es tal o realidad, que Antonio de Cabezón tocó allá en el siglo XVI, época de la que data esta pieza. Posible es pero es imposible saberlo con certeza. No hay documentación expresa sobre la existencia de los órganos en el Archivo Catedralicio. Los datos que se tienen son por papeles de otro tipo como uno que habla de la compra venta de terrenos realizada por un magister in organum, que conlleva la existencia de este instrumento, que es una auténtica obra de ingeniera y de ingenio y que bien pudiera rivalizar con las playstation.
Otra pequeña puerta, menos escondida que la anterior, en la girola guía hacia las dos piezas de la nave central. Una larga escalera se abre a los ojos y culmina en un pequeño balcón. A la derecha, uno romántico. A la izquierda, uno ibérico. Se miran, pero siempre mantienen la distancia. La procedencia de distintas familias hace imposible su romance. Sus músicas nunca se fundirán.
Guillermo Díez busca la llave de entrada al primero en una cajita que también oculta seis libros de partituras comprados en París y forrados con piel de un color cada uno. Más secretos desvelados.
Su corazón -un enorme fuelle que parece un gigante dormido- está parado. Solo hasta que quiera el organista. Se levanta imponente con tubos hacia el coro y hacia la nave de la Epístola y aparece perfectamente acoplado a los elementos escultóricos. Una escalerilla permite rozar todos sus rincones y hacerle cosquillas rascando el polvo que lo cubre por los siglos de los siglos.
Gigante también se pavonea frente a él el otro ejemplar. Una puerta con un adorno que parece un timón y la acerca a la del camarote de un barco invita la entrada hasta el cuajo de este órgano construido en 1806 por Juan Manuel de Betolaza y restaurado por el taller de Federico de Acitores en 1986-1988. De esta época datan los periódicos que cubren los tubos de su interior. Una vieja técnica muy común para evitar cualquier fuga de aire. «Es un método muy efectivo y natural y por eso se sigue haciendo», anota Guillermo Díez.
El último trazo a este mapa organero se da en la capilla de Santa Tecla, abierta al culto. Allí se encuentra el instrumento de fabricación más moderna. Se mandó construir cuando la restauración de esta estancia barroca hará unos seis años y es el que más suena. No tiene la belleza de sus hermanos ni al organista le gusta tanto como aquellos. El poco espacio entre él y el pasillo por donde pasan los feligreses obliga a tocarlo a distancia a través de una consola por ondas de radio que le impide sentirlo cerca, notar su pálpito, amén de que, al ser teledirigido, suena con retardo.
La nota nostálgica irrumpe al pasar por la capilla de la Presentación. En un balcón ahora desnudo, antaño lució y habitó un órgano. Desmontado también está el que tuvo la capilla de Santiago.
Y es que la sensibilidad hacia la conservación del patrimonio es un fenómeno reciente y mucho más si se habla de estas joyas. Durante mucho tiempo han estado expuestos a varias amenazas como el polvo; la humedad, que favorece la putrefacción de maderas y fieltros y oxida tubos y tornillos; y los insectos.
Pero, sin duda, la más dañina es el olvido y el desconocimiento del gran público.
Las responsabilidades son compartidas. No le entra en la cabeza a Guillermo Díez que una provincia con un censo de 150 órganos, que la sitúa entre las más ricas, no tenga este instrumento como asignatura en su Conservatorio. «Es muy serio. La gente que lo estudia se tiene que ir fuera y eso acentúa su desconocimiento», valora.
Menos grave le parece su ausencia en el flamante Fórum Evolución Burgos, aunque en otras ciudades sí han tenido a bien introducirlo.
La solución, como no podía ser de otra manera, pasa por la educación. Y ahí queda mucho por hacer. Pero cree que iniciativas como la de Adeco Camino hacen granero. Él lo ha visto con sus propios ojos. Pone como ejemplo a Justino, un señor de Rabé de las Calzadas, cuya inquietud le ha llevado en solo un año a acompañar con el órgano las celebraciones religiosas del pueblo.
Es un rayo de luz para un instrumento que clama por estar vivo y que ya llamó la atención de los canteros de la puerta del Sarmental. Allí en una arquivolta se representa a un organista acompañado por el niño que acciona el fuelle. Se convierte en el octavo órgano de la Catedral.