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El lector Santiago Matamoros

'Peridis' presenta 'La luz y el misterio de las catedrales' en un marco insólito como es la capilla de Santa Tecla en un acto trufado de anécdotas, historia...

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Burgos

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A.S.R. / Burgos

Santiago Matamoros ya se ha acostumbrado a los rezos, al sonido del órgano y a los susurros y disparos de los turistas que a diario entran en la capilla de Santa Tecla. Nada le perturbaba en su cruzada... hasta ayer. Es raro el bullicio en el templo después de las ocho, apenas unos pasos presurosos y unas manos frotándose buscando la puerta en busca del calor. Pero ayer entraban señoras y señores sin persignarse, había más fotógrafos profesionales que de costumbre y dos extraños personajes acompañaban al fabriquero, Agustín Lázaro, junto al altar. Levantó la vista, aflojó la embestida del caballo y se convirtió en un espectador más en la presentación del libro La luz y el misterio de las catedrales, de José María Pérez Peridis, que nació al amparo de una serie que TVE empezará a emitir el 13 de enero.

No fue el único. Poco a poco, la estancia empezó a coger calor, los feligreses habituales se convirtieron en lectores o seguidores de este infatigable arquitecto, dibujante y presentador de televisión que contó con la complicidad del citado fabriquero catedralicio en un mano a mano entre ambos que introdujo el editor de Espasa, Manuel Durán.

Convertidos en seres diminutos por la imponente arquitectura barroca de Santa Tecla, Peridis y Agustín Lázaro rompieron el hielo recordando los orígenes de su vieja amistad, que se remonta treinta años atrás cuando el uno ya era responsable de la Fundación Santa María la Real y el otro párroco en Oña.

Continuaron desentrañando la parte de esta publicación que toca a Burgos. Pasearon por allí, como lo hacen por el papel, el obispo Mauricio, Fernando III El Santo, Alonso de Cartagena o los Condestables de Castilla. A ella guiñó un ojo Peridis, seguro de que, dada su fama de persona curiosa, gozaría día a día con la visita de tantos y tantos turistas a su sepulcro. Desfilaron por allí también otros menos ilustres como el aldeano que llega desde Soria con toda su familia para ver con sus propios ojos cómo es esa iglesia de la que hablan, tan monumental que tapa al Castillo.

Escuchaban estas historias, trufadas con varias anécdotas que ocurrieron en la infancia lejana del escritor, gente con el libro debajo del brazo esperando la firma especial que el autor había prometido realizar en cada ejemplar, dos peregrinos en chanclas con calcetines y mapa en la mano que salieron cual cenicientas al dar el reloj las ocho y media, dos beatas despistadas, enamorados de la Seo... y ese Santiago Matamoros que escrudriñaba desde lo alto con la mosca detrás de la oreja ante tal insólito acto.