Exposición
El gen del arte
‘Dos generaciones’ alberga una colección de elegantes y gráciles esculturas en bronce y acero de Teodoro Ruiz y un conjunto de pinturas en distintas técnicas de su hijo Íñigo, que sigue sus pasos. En el Arco de Santa María hasta el 13 de enero
Íñigo Ruiz (Burgos, 1998) ha crecido viendo a su padre en el taller y, de forma consciente o inconsciente, ese trabajo caló en él hasta el punto de emprender la carrera de Bellas Artes. A punto de cumplir 20 años y cursando tercero en la Universidad Complutense de Madrid, ya tiene su impronta personal, con un discurso que apunta maneras y dispar al de su padre, Teodoro Antonio Ruiz (Olmos de Atapuerca, 1952), orgulloso de que transite su propio camino. Una senda que se cruza con la suya en el Arco de Santa María. Padre e hijo comparten la exposición Dos generaciones, que ocupará esta sala hasta el 13 de enero.Teodoro aporta una colección de estilizadas esculturas en bronce y acero, con diversas temáticas, que se dibujan elegantes y gráciles en el noble espacio. Mientras que la presencia de Íñigo se centra en un conjunto de dibujos, realizados con distintas técnicas, y cuatro piezas escultóricas perfectamente distinguibles de las de su progenitor.«Hago lo que quiero, sin someterme a nada ni a nadie, es auténtica y muy libre. No sigue ningún dictado. No tengo en la cabeza al posible comprador. Plasmo lo que siento, si se vende, bien y si no, también», observa Teodoro Ruiz mientras pasea entre estas esculturas de pequeño tamaño, tan lejanas de las que salpican los espacios públicos (El peregrino, de la plaza del Rey San Fernando, Tetín y Danzante, de Alonso Martínez, Los dulzaineros, de San Lesmes,...).En el Arco de Santa María danzan delicadas bailarinas con sus tutús, se enfrentan toros y matadores en el ruedo, se pelean gallos, afinan los instrumentos los músicos, caminan majestuosas las reinas, clama al cielo un Cristo...«Son obras muy elaboradas. Empiezan siendo un dibujo y luego las trabajo a mano con sierra de calar, rotaflex... Es todo muy delicado, con una ejecución muy compleja, con pátinas muy bonitas», sostiene el escultor al tiempo que defiende la necesidad de dominar lo clásico para dar el paso a un estilo propio. «Ahora parece que todo vale y no es cierto. Hay que tener oficio».En esa búsqueda anda Íñigo. Cuatro piezas suyas se mezclan con las de su padre. Se adivina en ellas la mano que empieza, que busca su propio camino y que experimenta con valentía. Una alegoría de la vejez en una composición con dos retratos, una mano que coge una canica, el retrato de una dama y una obra conceptual en torno al dibujo constituyen su tímida incursión en la escultura. Pero es la pintura la que protagoniza el debut en las salas de este joven artista. Son retratos incompletos. Elige solo la parte que le interesa, casi siempre con gestos insólitos, con prevalencia de la mirada y la nariz, que luego realiza en distintas técnicas (bolígrafo, grafito, óleo...). En algunos casos deja las anotaciones surgidas durante el proceso, en otros apenas unos trazos. Es la huella de su aprendizaje. «No me interesa esconder que está inacabado, ni las anotaciones, ni la paleta», abunda sabedor de que tener el gen de la creatividad no lo hace todo y es necesario trabajar.