LITERATURA / CARLOS DE LA SIERRA
Golpeadas por la guerra, silenciadas por la sociedad
Con rigor histórico y pasión narrativa, ‘Amaranto y gris’ ficciona las desdichas de cuatro mujeres muy reales antes y después del 36 / El final, confiesa su autor, ha hecho llorar a unos cuantos lectores
Se lo han confesado ya unos cuantos lectores. El final impacta hasta el punto de arrancar un buen puñado de lágrimas. Pilar Pérez Canales, de la librería El Espolón, también le expresó su parecer cuando ambos presentaron, junto a la editora Victoria Romero, Amaranto y gris (Atticus). «Faltaban 10 páginas y no quería terminar». Intuía que Carlos de la Sierra guardaba un as bajo la manga. Y no se equivocaba, aunque el autor precisa que «la historia se resuelve de la manera más bonita posible». Sin artificios ni el clásico giro de 180 grados capaz de tirar por tierra la verosimilitud del relato.
Rematada la obra en tan solo cuatro meses, escribió las últimas líneas antes de alcanzar el ecuador. «Los personajes hablaban y la novela tenía dinámica». De repente, la luz se hizo y la «tranquilidad» se impuso. Lo único que tenía que hacer el autor era dirigirse, paso a paso, hacia la meta.
Con la sociedad burgalesa como telón de fondo, ficcionando la cruda realidad desde 1928 hasta 1946, De la Sierra plasma sobre el papel el «golpe que les da la vida» a cuatro mujeres, amigas pese a sus diferencias, a raíz de la Guerra Civil. De paso, aprovecha para retratar las miserias morales del bando vencedor y su sed de venganza. También, desde un plano antropológicamente literario, «cómo se vivía y moría en las casas de los pobres».
El personaje de Lucía, la protagonista, está basado en la maestra Primitiva Martín. Fue condenada a 6 años de cárcel por «dar clases con una blusa roja».
En femenino de principio a fin, Amaranto y gris juega con la coralidad en primera persona. Lucía lleva la voz cantante. Dirige la novela y gracias a ella se va desvelando qué ha sido de sus amigas. El personaje, complejo y apasionante a partes iguales, tiene mucho de real. Está basado, según reconoce abiertamente su creador, en la maestra burgalesa Primitiva Marcos Martín.
La historia de esta mujer se las trae. Más que nada, «por lo absurdo de su acusación y lo durísimo de su condena». Su principal delito, según las autoridades franquistas, era «dar clases con una blusa roja». También daría con sus huesos en la cárcel por su «apoyo a la rebelión cuando los rebeldes eran ellos», por estar afiliada a la UGT y porque supuestamente «había enseñado a los niños a cantar La Internacional». En total, seis años de prisión en Saturrarán más el tiempo que pasó en Santa Águeda, donde llegó a coincidir con su madre.
El arresto se produjo nada más llegar a Burgos para pasar el verano junto a su familia. Interina en la escuela de Hornes de Mena, «todo lo que tenía eran 68 pesetas con 50 céntimos, incluida la ropa que llevaba puesta». Además, arrastraba una «deuda de 2.000 pesetas» que sumó otras 500, en concepto de multa, por parte del Tribunal de Responsabilidades Políticas. Lo que viene a ser «la ruina absoluta». Por si fuera poco, su padre fue asesinado y con ese dolor tuvo que convivir, desde los 26 años, en un auténtico «matadero».
La novela refunde, a modo de homenaje, dos clásicos establecimientos de la ciudad: Ultramarinos Santa Olalla y Bodegas Obregón.
Con Lucía como narradora, cara a cara con su entorno o por carta desde la cárcel, Amaranto y gris se adentra en el pasado y futuro de cuatro vidas partidas por el golpe de Estado del 36. Amigas todas, sus destinos son de lo más dispares.
Ramona, por ejemplo, se enamora de un fascista pendenciero que, como tantos otros de la época, se sacaba un sobresueldo gracias al estraperlo. Después tenemos a Clara, con su marido herido durante la guerra y regentando una tienda de comestibles en Almirante Bonifaz. El establecimiento, por cierto, es un refundido homenaje a dos clásicos de la ciudad: Ultramarinos Santa Olalla y Bodegas Obregón.
Por último, pero no por ello menos importante, la novela cuenta la historia de Carmen. La Guerra Civil le pilla en Madrid y no duda en defender la República con armas, uñas, corazón y dientes. Tomada la capital por las tropas de Franco, no le queda más salida que el exilio y acaba asentándose en la ciudad inglesa de Leeds.
Con todos estos ingredientes, más las valiosas aportaciones de otras mujeres indispensables como Nicolasa o Mercedes, De la Sierra relata las dificultades de una maestra represaliada que trata de «recomponer toda su vida» tras la cárcel. Tomando como referencia la trágica historia de Primitiva, que volvió a dar clases al cabo de mucho tiempo, Lucía se ve reconducida a la enseñanza particular. Era la única salida en aquellos tiempos. Y aunque algunos pudieron abrir su propio negocio, lo cierto es que «la mayoría trabajaban contratados porque no tenían dinero».
De la Sierra ensalza el papel que jugaron miles de mujeres en una España dominada por el machismo más rancio. «Fueron olvidadas, despreciadas completamente».
Más allá del rigor histórico que envuelve la novela, De la Sierra pretende ensalzar el papel que jugaron miles de mujeres en una España dominada por el machismo más rancio. «Fueron olvidadas, despreciadas completamente», subraya a sabiendas de que el férreo control por parte de sus padres o parejas -salvo excepciones, no es cuestión de generalizar- no entendía de colores. Lo mismo daba que «fueran rojos, azules o amarillos». Así las cosas, y con los ecos del premiado documental Las Maestras de la República resonando en su interior, era de justicia dar voz a quien no la tuvo.
«A su padre le habían fusilado. ‘Algo habría hecho’, contestó»
No olvidará jamás Carlos de la Sierra lo que supuso la publicación de La memoria no se entierra. Valderas 1931-1941 (Fundación 27 de Marzo, 2009). Empezando por la presentación del libro en el propio municipio leonés. La sala se llenó, pero 10 minutos antes tan solo había «cuatro o cinco personas». El miedo aún permanecía enquistado, más aún cuando «medio pueblo estaba fuera con escopetas».
Otra de las anécdotas relacionadas con el libro, curiosa pero trágica al fin y al cabo, es la de aquella conversación del escritor con un octogenario de la localidad. Tras conocer su apellido, «le comenté que a su padre le habían fusilado. ‘Algo habría hecho’, contestó».
Lo que en realidad ocurrió, tal y como se comprobó después, es que el ajusticiado en cuestión fue falsamente denunciado por su hermano porque «estaba enamorado de su cuñada». Finalmente, logró salirse con la suya y al niño, engañado hasta el fin de sus días, le dijeron que «su padre era muy malo».