Despistes de minotauro
Irse a tiempo
QUE EL CUERPO, la mente y el corazón de uno coincidan en una decisión es harto difícil. A veces nuestra anatomía nos engaña y sostiene ser un centenario roble cuando apenas es un chopo quebradizo. La memoria y el recuerdo, casi siempre y afortunadamente, sólo archiva lo mejor. Y el corazón, el alma o lo que ahí tengamos dentro bombeando sangre e insuflando fuerza a nuestro espíritu ya sabemos que va por libre.
Este domingo rubriqué una decisión irrevocable, que dirían los prebostes de la política: dejar de jugar al fútbol. Ya lo había hecho años atrás, en silencio y sin darle mucha importancia, alejándome de los terrenos de juego como quien se va distanciando del mar el último día de verano. Pero cuando ya no pensaba volver a ponerme los guantes -sí, mi vida futbolera ha estado siempre unida a la portería-, hace tres años me requirieron desde el Bigotes CF, equipo del Trofeo Ciudad de Burgos de fútbol aficionado donde había jugado más de una década anteriormente, para ponerme de nuevo el número 1 en la espalda en algunos encuentros en los que el portero titular, Alexis, no podía estar.
El regreso fue complicado física y mentalmente. Al principio me encontré fuera de forma -a partir de los cuarenta resuenan todos los muelles y las bisagras del cuerpo- y con la visión de juego muy desenfocada. Con el paso de las jornadas, los tacos de mis botas comenzaron a clavarse con firmeza en la tierra de esos campos de Dios donde jugamos y la estampa que observaba desde mi área cobraba sentido. Qué diferente se ve la vida desde una meta de fútbol...
Han sido muchos años bajo los palos. Desde que alguien me colocó en una portería de ‘futbito’ del patio del colegio San Felices de Bilibio de Haro en años 80 que cantaban Los Piratas hasta la mañana de ayer en el Municipal de Tardajos, donde el Aceitunas González Barrio nos eliminó en cuartos de final de la competición, encajé mis últimos goles e incluso hice alguna buena parada.
Al ‘fútbol 11’ comencé a jugar en el equipo del colegio Las Torres que entrenaba Custodio Carmona. Luego pasé varios años en el Atlético Burgalés que presidía el difunto Teodoro Tejedor desde su bar Deportivo TT en la barriada Juan XXIII. De esa época guardo un puñado de anécdotas canallas que ahora me distraen mientras golpeo las teclas.
Años más tarde, y engañado por mi cuñado Alberto cuando todavía no lo era, ingresé en las filas del Bigotes CF. No tardé en acostumbrarme al madrugueo dominical o al frío espantoso que peinaba cada partido nuestro campo de Zalduendo. A jugar en praderas blancas de escarcha, sembrados pardos de barro o, de Pascuas a Ramos, alguna alfombra verde. El buen ambiente que ha habido siempre en este equipo, más allá de los resultados deportivos, ha sido lo que me ha hecho renovar anualmente. Y todo gracias a unos estupendos compañeros y al ‘alma mater’ del club, Paco Dapena, una institución del fútbol aficionado burgalés que, junto a Pablo Pérez, mantienen viva la llama del conjunto anaranjado desde su fundación en 1975.
En mi trayectoria ‘bigotuda’ ha habido muchas más temporadas malas, deportivamente hablando, que buenas. Es más, como buenas sólo pueden calificarse las tres últimas: la que se cortó por la pandemia, la pasada y la actual, en la que hemos quedado otra vez entre los ocho primeros cuando antes siempre andábamos perdidos en el pozo de la clasificación. Pero siempre, por el disfrute y la amistad, nos sentíamos los mejores.
Aunque lo echaré mucho de menos, decidí hace meses jubilarme de los terrenos de juego y lo he cumplido. Sin dudas ni pesadumbre. Hacerlo cuando todavía estoy en condiciones para seguir peloteando, dejarlo sin tener la presión de algunos ni el olvido de otros, abandonar antes de que una mala lesión o la apatía me saquen del campo es irse a tiempo... Todo un lujo que deberíamos permitirnos alguna vez en nuestra vida para que el maldito destino no nos coja por el cuello y acabe decidiendo por nosotros.